



Aquí va la primera carta de este viaje y la primera parada es Guatemala. Terminé aquí tan rápido y las semanas previas al viaje fueron tan ocupadas e inciertas, que no me dio mucho tiempo de planear mis cartas con anticipación, pero de eso se trata un poco: soltar el control y entregarse a las experiencias.
Es confiar en que vas a acabar en los lugares correctos y con las personas indicadas, y así ha sido.
Llevo una semana en Antigua, Guatemala. Esta ciudad colonial no puede ser otra cosa más que hermosa. No hay nada que se compare con las ciudades de Latinoamérica que se encuentran a los pies de los volcanes. Hay algo aterrador y lleno de vida en la decisión de construir tan cerca de tanto poder.

Sé que este tipo de ciudades no representan el resto del país. No pretendo creer ni promover que toda Guatemala se ve como Antigua, porque eso sería completamente irresponsable de mi parte. ¿Pero que si es hermoso? Definitivamente.

No hay ni una calle que no valga la pena atravesar y he probado comida deliciosa a la cual voy a dedicarle todo el artículo que se merece próximamente.

Por las fechas, está llena de jacarandas. Me recuerda a México. También hay guayacanes amarillos por todos lados. Esos me recuerdan a mi abuela. Le encantaban. Antes de irse de este mundo, sembramos uno enfrente del cuarto que tenía en nuestra casa. Nunca lo vio florecer con esos colores tan vibrantes que veíamos en el resto de la ciudad. Este fue el primer año que floreció, y han pasado como seis años desde que se fue. Antigua me ha hecho pensar en ella en cada guayacán que veo asomándose desde el patio de alguna casa.
Todavía no subo al volcán. Eso será durante este segundo fin de semana. Hay una emoción gigantesca que me invade, pero también nervio –ya saben cómo soy–. Lo único que deseo con todo mi corazoncito y le pido a este lugar es que me deje ver lava, que me dé permiso de admirar su grandeza. Yo pido permiso y espero sin expectativas. Confío y suelto. La decisión final no me pertenece, y sin importar el resultado, todo sucede de la manera en que tenía que ser.
Como cuando en Perú, el Apu Ausangate me dio mi lección de humildad cósmica, de la que escribí más aquí.
En mi Polaroid con Escrito anterior mencioné que, aunque no estoy segura de cómo, sé que este viaje trae una relación espiritual muy interesante conmigo. Por eso, desde que estaba planeando un poco qué hacer en este viaje, supe que tenía que ir a Chichicastenango, donde se encuentran los sincretismos de la cultura maya quiché y la católica, y un tipo de historia que sentí que tenía mucho tiempo sin escuchar.

Es una ciudad que está a unas tres horas de Antigua, y los jueves y domingos hay un mercado de artesanías. En internet hay muchas reseñas sobre este lugar. Algunos dicen que es demasiado turístico, otros que es lo mejor que han visto. Pero como todo, yo necesito vivirlo y sacar mis propias conclusiones.
¿Mi opinión? Nunca había visto algo como Chichicastenango.


Tanto sincretismo vivo, no solo en historia, sino en rituales que están sucediendo en persona y a todo color. Mucho color y mucho fuego en Chichi.
Nunca se me va a olvidar el cementerio donde, en ciertos espacios entre las tumbas, hay plataformas especiales para los rituales mayas. Cierro los ojos y veo todo ese fuego, el humo y observar desde lejos y con MUCHO respeto lo que encienden ahí.
Fuego y velas blancas en forma de lágrimas largas.
¿Qué estarán haciendo ahí y por quién estarán ofrendando? No sé. ¿A quién le rezaban? Tampoco. Por respeto, no pregunté. Esas cabañas negras y ahumadas son lugares sagrados que no me corresponden, por más curiosidad que tenga.
Ese ahumado, lo encuentras por todo el pueblo.

Igual que en la iglesia de Santo Tomás, la más famosa en Chichicastenango, donde el interior es negro de tantas ofrendas mayas. No hay fotos de la iglesia por dentro porque los mayas creen que las fotografías te roban el alma. Hay algo mágico en saber que no podrás tomar fotos para recordar nada. Tienes que estar completamente presente para notar los detalles que te llevarás como souvenirs mentales. Como todos los viejitos que entran con sus velas a ponerle una a cada santo, o todas las personas que se arrodillan a rezar frente al atrio.

Pero los sincretismos están dentro y fuera de la iglesia. Uno de los más importantes, sobre los escalones que llevan a Santo Tomás. Estos 18 escalones representan los 18 meses del calendario maya, porque la iglesia se construyó sobre un templo ceremonial.
Aquí ambas ideologías conviven y se combinan. Persisten y resisten, igual que todo en Latinoamérica.
Para mí, ver esta combinación tan viva me parece mágico. Me da tanto orgullo saber que venimos de tanta historia latinoamericana. Nos sobran excusas para creer.
En conclusión, yo nunca había visto algo como el centro de esa ciudad.
Ni un mercado tan lleno de colores.

Ni tantos olores que te hicieran salir corriendo.
Ni tanta gente hablando quiché.

Ni fuego con tanto significado.

Si se ha vuelto turístico o no, no me interesa. Este es uno de esos lugares que estoy feliz de haber podido conocer, pero que no es para todos. Te tiene que importar para que entiendas. Así que, quienes sientan que nada de lo que estoy escribiendo despierta algo en ustedes, ahórrenselo. Quienes verdaderamente viajan para abrir su mente, su corazón y aprender de más realidades y algo de lo que les conté aquí les inunda con curiosidad, no se lo pueden saltar.

Quienes admiran los tejidos, las artesanías, lo hecho a mano y que contiene una historia, tampoco se lo pueden perder. Yo compré un huipil bordado a mano que siento que va a terminar siendo uno de mis tesoros de viajes más grandes. Meses y meses de trabajo que se van a ir a casa conmigo como una huella de todo lo valioso que hay en Guatemala.
Con eso cierro esta carta. Quiero ahora tener más recomendaciones sobre qué ver, por si alguien más decide visitar estos lugares, pero con la honestidad que se merece.
Gracias por leerme. Nos vemos en la siguiente carta y, si quieren ver más fotos, las encuentran en @asofiamach.
Con amor,
Yorumlar