Clase de telar de cintura con dos mujeres mayas en San Juan La Laguna en Guatemala
- Ana Sofía M.
- hace 10 horas
- 6 Min. de lectura


Llegué al Lago Atitlán sin saber que estaba a punto de encontrar uno de mis lugares favoritos en el mundo. Volcanes, agua y una calma que te envuelve. Pero lo que más me impactó no fue el paisaje, sino lo que permanece vivo: la cultura. Hay algo en sus colores, en la gente, en las tradiciones que se resisten a desaparecer.
En Guatemala, cuando visitas ruinas como Tikal o en México, como Chichén Itzá, la pregunta que más se hace es: ¿Y los mayas? ¿Dónde están? ¿A dónde se fueron? Un guía me respondió: “Siguen aquí. Están en el Lago Atitlán.”

Y sí, siguen aquí. No como antes, pero siguen. En su lengua, sus tejidos, su comida, su cosmovisión. Incluso con toda la colonización, el turismo y el capitalismo encima, hay algo que resiste. Algo que busca ser reapropiado por las manos correctas.
En muchas partes del Lago Atitlán, la cultura maya se encuentra viva en los textiles, que han ido evolucionando junto a ellas. Los conocimientos que se pasan de generación en generación para no olvidar la técnica. El simbolismo que hay en cada elección de color, figuras o patrones.
Desde que empecé a organizar este viaje a Guatemala, sabía que quería experimentar y aprender más de la cultura por medio de sus textiles. Poder vivirlo, intentarlo y entender lo complejo que es, más allá de solo verlo en los mercados.
Y así fue como supe que uno de los no negociables para este viaje tenía que ser tomar una clase de telar de cintura. Una técnica prehispánica que ha acompañado a las culturas ancestrales de Mesoamérica por siglos y que, hasta la fecha, sigue existiendo. Quería entender la complejidad y el proceso de una pieza para comprender aún mejor el valor de cada una de esas obras de arte que encontramos en los mercados, en los museos y en las prendas de mujeres mayas que viven en estas comunidades, y que la gente no logra entender sus precios solo con verlas.
Buscando una manera de poder tener una clase de telar de cintura de la mano de mujeres mayas fue como llegué a Tinte Maya, en San Juan La Laguna, uno de los pueblos del Lago Atitlán que mejor mantiene su esencia y cuya población sigue, en gran parte, dedicada a los textiles. Aquí es donde hay muchas cooperativas de mujeres textileras, y con cada compra, apoyas y reconoces el tiempo que le tomó a cada persona elaborar lo que sea que eliges llevarte a casa.

Cuando contacté a Tinte Maya, me explicaron las diferentes opciones que tenían de clases, y puedes elegir dependiendo de la cantidad de tiempo que puedas invertir. Las opciones eran aprender sobre teñido y tintes naturales o tejer diferentes piezas, como arte para una pared, que toma 3 horas mínimo; una bufanda, un camino para una mesa, o hasta lo más complejo, que es una blusa, que requiere hasta 8 horas.
Hice la cita por WhatsApp, me llegaron las indicaciones y así fue como un día tomé una lancha de Panajachel hasta San Juan La Laguna para llegar hasta la clase.

Nos recibió Amalia. La clase fue en su casa, lo que parece ser una cooperativa también.
Había panales en troncos colgados por todo el patio de la casa, con abejas chiquititas, que Amalia nos dijo: “Van a tejer con nosotras.”

Nos ubicó en nuestro espacio para empezar a tejer al aire libre, en medio del patio, entre panales, un temazcal y ollas llenas de tintes naturales para darle color a los hilos.
La primera parte es elegir los colores de lo que vas a tejer. Algo tan sencillo que toma más tiempo de lo que crees, porque es todo un proceso que refleja quién eres.
Los colores que elegí fueron un azul grisáceo, un rosa mexicano, un naranja casi rojo, un amarillo mostaza y un verde botella. Quien me acompañaba eligió colores que la representaban a la perfección. Muy distintos a los míos, pero ambos perfectamente relacionados con quiénes somos.

Una vez que tienes los colores, es momento de sentarte frente a tu telar. Amalia nos explicó la parte básica de la técnica y nos advirtió: “Esto es como una meditación. Te vas a frustrar, te vas a enojar, te vas a concentrar. De eso se trata.”

Tenía razón. Me tuve que entregar al proceso. Contar, controlar la tensión, hacer la trama, bajar la cruz, sostener el hilo, elegir el color. No pude pensar en nada más. Estaba tan presente en mi tejido que fue un regalo encontrar una actividad que solo me permitiera estar presente.
Equilibrando a mi nawal Aq’ab’al para que logre mediar ese pie en el pasado y en el futuro que tengo. (Esta es otra historia que contaré muy pronto.)

Durante la clase llegó Juana, una mujer mayor que Amalia, con una blusa amarilla, falda con estampados y su cabello largo, negro y mojado. No entiendo bien la relación que tenía con Amalia, pero podría ser su madre.

Juana no hablaba mucho español, pero no hacía falta. Nos entendíamos entre señas y risas. Ella se paraba junto a mí, observando mi técnica y diciendo “muy bonito”, mientras me acariciaba el pelo. Tal vez algo le llamó la atención de que yo también me dejara el pelo tan largo, pero el mío ondulado e incontrolable, y el suyo lacio y ordenado.
Amalia me dijo que fue Juana quien le enseñó a tejer.

Le pregunté cómo empezó a dar los talleres y me dijo que fue porque se daban cuenta de que los turistas apreciaban los telares, pero no les gustaban los diseños como para comprarlos. Entonces empezaron a dar demostraciones y así se dieron cuenta de que la gente quería llevarse pedacitos de esas demostraciones. A manera de chiste, dijeron: “¿Y si hacemos que ellos los hagan para que entiendan lo difícil que es?” Y así fue como nacieron las clases.

Nosotras hicimos una pieza para la pared. No tienen patrones tradicionales ni es algo que harían dentro de la cultura maya necesariamente, pero te ayuda a entender de manera muy básica cómo funciona el telar, a usar tus manos y lo pesado que se siente en la espalda, al igual que el tiempo que toma tejer.
Empecé sintiéndome torpe y tratando de memorizar todos los pasos que las manos de Amalia hacían con tanta facilidad. Pero para ellas no había prisas ni procesos evidentes. Al contrario, fueron mis maestras de la paciencia y la compasión con una misma. Aunque tuvieras dudas, con una sonrisa te decían: “No te preocupes, cualquier nudo lo solucionamos.”

Conforme pasan las horas y empiezas a tomar el ritmo, es como si el telar tuviera su propia vida. Te va pidiendo qué hacer. Te va diciendo cómo moverte. Te avisa cuándo necesitas cambiar de color. Es un proceso vivo y cambiante al que tienes acceso si te concentras profundamente.
No había necesidad de música, solo el simple sonido de lo que pasa alrededor. Algunos niños corriendo por el patio. Las abejas que te rodean. Palabras que se intercambian en tz'utujil entre quienes seguramente son parte de la familia de Juana y Amalia.

Al final le dije a Amalia que esperaba volverla a ver, que ojalá pueda ser con más gente para aprender de ella y de Juana. Tal vez regrese con mi mamá, a ella le hubiera encantado haber tomado esta clase. O tal vez, si más personas entendieran que está dentro de sus posibilidades experimentar una clase de telar, lo harían.
Cuando le pagué, le dije que era mi Toj. Mi ofrenda. Lo que aprendí de mi nawal y que me llevo como tarea.
Ella me contó que a ella no necesariamente le encanta toda esa parte de la cosmovisión, porque su nawal puede ayudarle a hablar con ancestros, para pedir bendiciones, pero también lo contrario. También me contó que ve en su hija características muy presentes de su nawal. Entonces no se trata de negarlo pero tampoco de creerlo al punto que tome control del ti.
“Esa energía es pesada si la absorbes toda,” me dijo. “Hay que aprender a soltar, a no engancharte.”
Esa es una de las enseñanzas más grandes de ese viaje: a no tomarme nada personal. A estar con el corazón abierto y, al mismo tiempo, dejar ir.
Y del telar aprendí que estoy acostumbrada a resultados rápidos. Pero ahí pones en práctica lo que significa esperar y hacer cosas con intención. Contar hilos. Equivocarse. Rehacer. Y repetir. Aprendí que no todo se hace con prisa. No hay espacio para el multitask. Hay cosas que solo salen bien si les das tu presencia completa.
Tejí paciencia, tejí más admiración de la que ya tenía por quienes se han encargado de cuidar y compartir la cultura maya. Y me llevé un pedacito de Guatemala que no se cuelga en la pared: se quedó en mi corazón y mis recuerdos favoritos.
Gracias, Amalia, por tu paciencia.
Gracias, Juana, por tu ternura.
Gracias, Guatemala.
En las siguientes semanas estaré compartiendo más historias de lo que viví en Guatemala. Esta es una de las muchas experiencias que recomiendo que nadie se salte en el Lago Atitlán. Todas mis otras recomendaciones, las puedes encontrar aquí.
Con amor,
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